jueves, 19 de julio de 2012

Mi Ángel de la Guarda - Capítulo 4: Viaje

Un ruido ensordecedor me sacó de mis funestos pensamientos. Miré al suelo y vi mi plato roto en pedazos. La pizza había aterrizado por la parte del queso, pero a mí no me importaba ya comer. Zael me miraba, extrañado.
Se levantó para recoger los pedazos de plato roto y tirar la pizza a la basura. Al girarse, me miró preocupado.
-Lía... ¿estás bien? -preguntó con un hilo de voz.
Yo seguía mirando a un punto concreto, en el suelo, mientras sentía cómo mi vida se iba cayendo a un interminable vacío.
-Im... imposible -murmuré con los labios secos.
Zael acercó su silla a la mía y se sentó. Posó una mano sobre mi hombro, y sentí un agradable escalofrío.
-No debes hundirte sólo por eso -parecía saber exactamente qué decir y en qué momento-. Te lo he contado para que te aceptes, para que sepas quién eres. Eres así, creas lo que creas, digas lo que digas.
El viento golpeaba suavemente la ventana detrás mía.
-No podías vivir toda tu vida en un engaño, y no voy a permitir que así sea. Puedes decidir quedarte aquí y continuar con tu vida normal.
>>Pero, si quieres... puedes volver al lugar del que procedes. Yo te acompañaré y me encargaré de que te adaptes bien.
Cerré los ojos suavemente. No podía encerrarme en mí misma, era cierto.
Pero... ¿debía abandonar a mis amigos, a todo cuanto conocía? Tenía miedo de ser diferente, de que los ángeles no me aceptaran por haber vivido tanto tiempo entre humanos.
Decidiera lo que decidiese, antes quería hablar con mis padres, y eso lo tenía claro.
-Creo que... tardaré en decidirme -musité al fin; subí el tono de voz-. Pero primero quiero hablar con mis padres... Quiero que todo quede claro entre nosotros. Son mi familia, a pesar de todo, y quiero comentar todo esto con ellos.
Zael asintió, y después esbozó una sonrisa.
-Pues, ya sabes... Cuando hayas tomado la decisión, ven a verme a mi casa. Conoces dónde se encuentra.
Y, con eso, salió por la puerta. Me quedé mirando el sitio donde había estado antes, pero salí de mi ensimismamiento y comencé a recogerlo todo.

Pasaron un par de horas, y mis padres llegaron.
-¡Hola, tesoro! -dijo mi padre mientras venía a besar mi mejilla.
Hacía dos días que no le veía, porque hubo un lío en el trabajo y tuvo que marcharse para estar las veinticuatro horas del día ocupado en ello.
Se sentaron los dos a la mesa, cogieron sobras de lasaña y comieron. Yo me quedé en el marco de la puerta, pensando si ese sería el momento más apropiado para hablarles de todo.
-¿Qué tal en el instituto? -me preguntó mi madre.
-Bien, como siempre -respondí, con la mirada clavada en su plato.
Mi padre me miró con curiosidad.
-¿Te pasa algo, hija? -preguntó, preocupado.
Tragué saliva. Ese era el momento... Tenía que decírselo.
-Sí -respondí, e inspiré hondo-. He conocido... he conocido a Zael.
A mi padre se le rompió el vaso en la mano.
-¿Cómo? ¿Qué has dicho?
Inspiré hondo de nuevo.
-Sé que le conocéis. Y sé lo que soy en realidad. Un... -pero no fui capaz de terminar.
Un sollozo se abrió paso por mi garganta, y yo traté de contenerlo.
-...ángel -completó mi madre.
Me miró con dulzura, y entonces supe que no podría contenerme. Me acerqué a ella, apoyé la cabeza en su hombro y lloré. Lloré por quince años de mentiras, por toda una vida ocultándome de la realidad. Por todos esos amigos a los que iba a perder.
Porque me marchaba. Me iba a ir a las islas, me iba a ir con mis iguales, iba a vivir la vida que debería haber tenido. Pero ello también me causaba un gran dolor, al tener que separarme de mis amigos, de mis padres, de todos mis seres queridos... para entrar en un mundo desconocido para mí, desconocido para cualquier otra persona.
-Shh... -susurraba mi madre-. No llores, Lía, no llores...
Mi padre estaba sentado, con el rostro entre las manos. No se esperaba todo esto. Yo no quería hacerles sufrir de esa forma, pero sentía que era lo que debía hacer. Sin embargo...
Mis padres iban a perder a su única hija, iban a perder quince años, sería casi como si me muriera para ellos. Me aparté de mi madre, quizá con brusquedad, y corrí hacia mi habitación. Supe que no entrarían, que comprenderían que necesitaba unos momentos a solas, aislada del mundo.
Sólo se me ocurrió pintar, pintar para alejar el dolor de mi ser, pintar por encerrarme en un mundo que era sólo mío. Por abandonar mi cuerpo y, de alguna forma, hallar un lugar para mí.

Llamaron a la puerta. No sabía cuánto tiempo había pasado desde la comida, pero ya había dejado de llorar, aunque los surcos de las lágrimas seguían marcados en mi rostro.
-Pasa -dije con la voz quebrada.
Mi madre entró en la habitación entornando la puerta tras de sí.
-Tenemos que hablar -me dijo, sentándose a mi lado.
El lienzo reposaba ante mí, ya pintado. Representaba a una ángel clara, con las manos esposadas, abrazada por un ángel oscuro. No sabía por qué había pintado aquella escena tan extraña, pero el arte no tiene explicación.
-Mira... Nosotros no queríamos que sufrieras. Eso lo sabes, ¿no? -asentí lentamente-. Hay razones para que te ocultáramos, para que tratáramos de que no supieras sobre todo esto. Pero me temo que sólo Zael te podrá hablar de esas razones, porque a nosotros nos lo ha prohibido.
>>Sólo debes saber que queríamos que estuvieras a salvo. Él nos advirtió de que, tarde o temprano, tú sabrías qué eras en realidad. Esperábamos que aún fuera dentro de unos cuantos años... Pero, al parecer, los acontecimientos se han adelantado.
Dejé la paleta en mi mesa, y suspiré.
-Sé que no lo hicisteis por mal -aseguré-. No estoy triste por nada de eso.
Mi madre fue a preguntar, pero comprendió. Una honda expresión de dolor se abrió paso en sus delicadas facciones.
-Vas a marcharte -musitó.
Se levantó lentamente, y, cuando estaba a punto de llegar a la puerta, le detuve por el brazo.
-Nunca os olvidaré -le dije, mientras algunas lágrimas caían por mis mejillas.
No me gustaban las despedidas. Nunca había tenido que participar en ninguna, pero era mucho peor de lo que imaginaba. Como si te desgarraran el corazón...
Me pregunté si realmente marcharme era lo que deseaba. ¿Valía la pena sentir tanto dolor, hacer todo esto? Pero sentía que era lo que debía hacer, lo correcto.
Ella me sonrió, aunque las lágrimas estropeaban ese efecto, haciéndole parecer aún más triste.
-He lavado toda tu ropa. Puedes hacer... hacer la maleta -dijo entre sollozos.
No pude contenerme ni un segundo más. Le rodeé el cuello con los brazos, y lloramos juntas, por toda una vida. Y así pasamos mucho tiempo.

Se abrió la puerta, y Zael se asomó. Sonrió ampliamente cuando me vio.
-¿Y bien? -preguntó, aunque ya sabía la respuesta: llevaba mi maleta conmigo.
-Me voy -anuncié, aunque la voz se me quebró un poco.
Me miró con tristeza. Sabía por lo que había tenido que pasar, o eso pensaba de su mirada.
Entonces Zael hizo algo que nunca había pensado que fuera a hacer, algo que hizo que mis mejillas se encendieran como dos hogueras y que sintiera un escalofrío por todo el cuerpo: me abrazó.
Al principio abrí mucho los ojos, pero después le devolví el abrazo. No fue como un abrazo amistoso... Fue mucho más.
Su presencia me reconfortaba, sentía que a su lado estaba segura, rodeada por sus brazos. Y comprendí qué pasaba.
Me había enamorado por primera vez en mi vida.

-¿Cómo se llega hasta las islas? -pregunté mientras Zael me conducía por una calle desierta.
Se encogió de hombros.
-No sé cómo, pero sí dónde -respondió lacónicamente.
Llegamos hasta un edificio que parecía a punto de derrumbarse. En su interior se veía a un anciano bibliotecario ordenando libros, de los que había cientos y miles por todas las estanterías. Aunque el anciano parecía poder ser volado por una simple ráfaga de viento, su mirada denotaba una inteligencia sobrehumana, y su expresión una profunda concentración.
Era un ángel.
-¿En qué puedo ayudarles? -nos preguntó mientras miraba por encima de las gafas redondas y pequeñas, situadas en la punta de su nariz.
En esos momentos, Zael se acercó al anciano y le susurró unas palabras al oído.
-Comprendo. Síganme -dijo el anciano, que sonreía.
Nos acompañó por unas escaleras desvencijadas, que crujían a cada paso que dábamos. Parecía hacer aquello a menudo, porque la expresión relajada y los serenos pasos que daba indicaban que era una rutina para él.
Llegamos ante un pequeño cubículo que parecía un ascensor, aunque estaba lleno de adornos dorados y blancos. A su lado había otro, uno con adornos negros y apariencia siniestra.
-¿Claros? -preguntó el anciano.
Zael asintió con lentitud. El anciano se acercó al cubículo dorado, y abrió las puertas con una floritura de la mano.
Zael se acercó a mí y me tomó de la mano, provocando que las piernas me flaquearan. Entramos en el cubículo, que era algo pequeño.
-Buen viaje -nos deseó el anciano mientras las puertas volvían a cerrarse.
Notamos una sacudida... y nuestro viaje comenzó.

3 comentarios:

Tus comentarios me ayudan a continuar, son mi fuente de inspiración. Si tienes tiempo, por favor, escríbeme un comentario :) Muchas gracias.