lunes, 16 de julio de 2012

Mi Ángel de la Guarda - Capítulo 1: Decisión

Ese día me había quedado sola en casa. Mi madre es profesora, y a esas horas estaba dando clase en el colegio. Mi padre, en cambio, estaba en una comida con su trabajo, en la que hablarían sobre posibles mejoras del rendimiento.
Yo ya estaba acostumbrada a quedarme sola. Desde que cumplí quince años, aquello solía ocurrir más a menudo, porque consideraban que era más madura y que me podía ocupar de hacerme la comida, limpiar un poco la casa y estudiar.
Estaba sentada, comiéndome la tortilla. Ese día había hecho un trabajo de arte espectacular, y mi profesora de Pintura se había quedado muy satisfecha. Siempre me aconseja nuevos acrílicos, técnicas con rotuladores, lápices de buena calidad... A mis compañeros no les cae muy bien la profesora, pero yo le considero una amiga.
Lavé los platos una vez hube terminado, fui hasta mi habitación, coloqué un nuevo lienzo en el atril, dispuse los colores en la paleta y mojé el pincel. Lo dejé suspendido encima de la paleta mientras pensaba qué podía dibujar.
De pronto, noté un olorcillo extraño. No le di mucha importancia, porque, al fin y al cabo, la pintura olía bastante, sobre todo al tenerla delante de mí.
Decidí que dibujaría una puesta de sol. Los colores serían difíciles de lograr, pero no había nada imposible para mi pincel. Di las primeras pinceladas con un tono naranja oscuro, añadí un poco de rosa y puse nuevas capas de más colores.
Pero me paré de pronto, olisqueando el aire. No olía a pintura. Olía a...
...fuego.
Dejé la paleta con rapidez sobre mi mesa, puse el pincel encima y salí corriendo hacia la cocina. Comprobé los fuegos, las sartenes, las ollas... Abrí los armarios, comprobé cada pequeño detalle; miré la caldera.
No era en mi piso. En mi cocina no había fuego.
El olor a quemado iba aumentando por segundos, y yo cada vez estaba más asustada. ¿Cómo podía ser? ¿Algún vecino despistado se había dejado el fuego encendido?
Traté de tranquilizarme mientras buscaba las llaves de casa. Siempre me encierro con llave, pero en esos momentos no estaba tan segura de que fuera bueno acostumbrarse a ello.
"No va a pasar nada. Apagarán el fuego y todo se solucionará", me dije a mí misma. 
Sin embargo, en mi interior sabía que no iba a ser así. Mi casa se quemaría, y perdería todas mis cosas.
Me negué a aceptar la realidad, y recorrí la casa entera en busca de las llaves. Me caían lágrimas de desesperación, porque no las encontraba. Fui hasta la habitación de mis padres, busqué en todas partes, pero no encontré las llaves. Al fijarme en la ventana... me quedé muda de horror.
Las llamas subían con impresionante rapidez, y ya se veían por la ventana.
Dejé escapar un gemido antes de lanzarme sobre la mochila del colegio. Pero recordé que dejé el estuche en clase... donde meto siempre mis llaves.
No sabía qué hacer. ¿Estaría dispuesta a coger unas cortinas y tirarme por la ventana como hacen en las películas? No, no podría; eso era la vida real, y la gente no se tiraba con cortinas y salía inmune.
Sin embargo, lo veía como única opción para la salvación.
Ya no me importaba ser imprudente. Abrí la ventana de mi habitación, y el olor a quemado entró en mis pulmones como una bofetada. Me acerqué un poco a la ventana. ¿Por qué no venían los bomberos? ¿A qué esperaban? ¿A que acabáramos muertos todos?
Escruté a lo lejos, por si veía algún camión rojo que indicara mi salvación. Sin embargo, no vi ninguno. Cuando estaba a punto de apartarme de la ventana, derrotada, algo me cogió por la camiseta. Miré hacia abajo, y la sangre se me congeló en las venas. Era una mano.
Unida a ella, había un chico, que tendría diecisiete años, y estaba encaramado a mi ventana, mirándome fijamente. Entró en mi habitación, me cogió en brazos, y se acercó a la ventana.
Yo estaba demasiado impresionada como para decir algo. Yo sabía quién era este chico... Ya le había visto hacía mucho tiempo. Y recuerdo ese día como si fuera el día de hoy.
Cuando yo tenía ocho años ya debía volver sola a casa desde mi colegio. No me importaba, porque mi casa estaba muy cerca y no tardaba mucho en llegar.
Ese día me despedí de mis amigas, como siempre, porque ellas tomaban un camino diferente al mío. Ellas vivían más lejos del colegio, y sus padres venían a veces a recogerlas. Ese día era uno de ellos: tres automóviles, pegados unos a otros, esperaban a las tres niñas que, cogidas de la mano, avanzaban hacia ellos. Yo sentía una pizca de envidia, porque iban todas juntas al mismo barrio, y tenían tres chalets vecinos. Los fines de semana hacían parrillas todos juntos, y a mí me invitaban a veces.
Pero yo sabía que eran mis amigas y que, aunque estuviéramos más separadas, nos queríamos igual.
Ese día iba algo distraída, porque había sacado un diez en Matemáticas, algo que nunca me había pasado. Estaba pensando en la reacción de mamá cuando viera las notas.
Tan distraída que, al cruzar un paso de cebra, no me di cuenta de los coches que venían...
Estaba cruzando cuando, de pronto, vi un coche que iba a mucha velocidad yendo directamente hacia mí. Yo era pequeña, más miedosa, y me quedé parada con la mirada en dirección al coche. Su conductor estaba hablando con el copiloto, así que no me había visto. Estaba a poca distancia de mí, ya casi sentía sus ruedas en mis pies...
Cuando llegó él.
Rápido como un rayo, me cogió en brazos y saltó hasta la otra acera. Fue algo increíble, inaudito... ¿Cómo un ser humano podía hacer aquello? Pero yo tenía claro que ese chico era real.
Miré su rostro, tratando de descifrar alguna emoción. Pero sólo conseguí fijarme en sus rasgos: pelo rubio con matices castaños, piel clara, delicadas facciones... sin embargo, lo que más me llamó la atención fueron sus ojos. Eran amarillos, amarillos como el limón. Eran preciosos e increíbles, nunca había visto a nadie con unos ojos así.
Pero el momento acabó deprisa. El desconocido me posó en el suelo, y en el tiempo que utilicé para levantarme él ya se había marchado.
Recordé ese día mientras volvía a mirar sus facciones, ahora más duras. Él había crecido desde que me había salvado años atrás, y ahora se notaba la diferencia. Saltó por la ventana, con una habilidad increíble, y aterrizó como si de un felino se tratara, de pie. Era inhumano.
Decidí hablarle, preguntarle algo. Cuando me posó en el suelo, me decidí.
-¿Quién...? -comencé.
Pero él ya había desaparecido.
-...eres -acabé en un susurro.
No podía ser. Había vuelto a marcharse, y quizá no le volviera a ver nunca.
Una idea se abrió paso en mi mente. Una idea alocada, temeraria, algo que, en otras circunstancias, tal vez no me habría planteado realizar.
Podía fingir otro accidente, provocarlo a propósito; el chico vendría a salvarme, le preguntaría quién es y no ocurriría nada malo. Él no tendría por qué enterarse de que yo había provocado todo aquello.
Pero, en cuanto miré al suelo, supe que no hacía falta que fingiera otro accidente.
Se le había caído el móvil cuando me dejó en el suelo. Era un móvil normalito, de tapa, y la hora brillaba en una pequeña pantallita que se hallaba en la cubierta del móvil.
Decidí guardármelo en el bolsillo, o parecería demasiado sospechoso.
En ese momento, cuando me levantaba del suelo lentamente, cuando por lo menos una docena de personas me miraban, alucinados, impresionados por lo que acababan de pasar... Cuando sentí el móvil en mi bolsillo, supe que no pararía de buscarle, de investigar sobre él... hasta haberle encontrado y averiguar quién era.

5 comentarios:

  1. q pasada de capítulo!! sigue escribiendo, quiero saber cómo continúa :D

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  2. ¡Muchas gracias, Babú! En cuanto pueda, me pongo con el siguiente :) Me alegro de que te haya gustado.

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  3. acabo de caer en una cosa, marta: ella se dejó las llaves en el estuche, q estaba en el colegio... entonces, ¿cómo pudo cerrar la puerta de su casa con llaves?

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    1. Porque el padre llegó antes, con ella, y al salir cerró la puerta con llave. Lía se quedó dentro.

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  4. ok, tal vez deberías aclarar eso en el capitulo

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